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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 13)

Tal vez sea una locura, pero Román no imagina un futuro en el Paraíso sin Fiorela. Estaba acostumbrado a jugarse por lo que creía, así que no esperó más. Retrocedió varios metros hasta casi llegar a la entrada de túnel amarillo-dorado, se inclinó y arrancó el pique más veloz que hubiese corrido en su “vida”. Era extraño y a la vez prometedor: realmente la “vida” continuaba después de morirse. También era extraño que el albedrío, o sea la capacidad de elegir, de decidir hacer una cosa o la otra, continuase intacta tras la muerte. Tal vez esperaban entrar en algún recorrido por el que fuesen “transportados” a alguna parte, sin elección propia, movidos por alguna fuerza superior que les dijese que hacer o simplemente los “llevase”. Pero no era así como al parecer sucedía. Román corrió y corrió. Cuando estaba nomás a dos pasos del abismo, brincó alto resorteándose con ambas piernas espirituales.

Era como si no hubiese gravedad.

¡Román volaba! Y le resultaba en extremo fácil.

—Ahora llego, mi amor —avisó cuando la figura de Fiorela había aumentado bastante de tamaño y seguramente podía escucharlo.

Pero la mujer hacía gestos asustados. Cruzaba repetidamente los brazos como gritando que “no”.

Román vio hacia abajo: el cono rojizo se prolongaba muy, muy adentro del planeta —o al menos eso parecía—. Humeaba un hedor cálido, viscoso.

Cuando ya pasaba casi el centro de aquel túnel, flotando a gran altura, notó que perdía velocidad. Se erizaron sus cabellos espirituales. El miedo de precipitarse allí dentro cinchaba forzudamente contra las ganas de llegar a la orilla donde esperaba Fiorela desesperada.

Y ocurrió lo peor. Román creyó que le alcanzaba el impulso para sujetarse y tenía razón. Pero cuando estuvo a centímetros del borde, instintivamente tomó el brazo tendido de su mujer.

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