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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 20)

Eran los chicos que se asomaban al precipicio intentando ayudar a sus padres. Ramón mantenía a Rocío con fuerza de la campera y él mismo trataba de acercar su brazo para sujetar a Fiorela.

—¡Atrás! ¡No se acerquen! —gritó la madre. Pero al parecer no se escuchaba con claridad desde fuera.

Quién sabe lo que el joven Ramón oyó... Pero lo cierto es que pareció desesperar. Se estiró más y más soltando a Rocío para no arriesgarla. En un instante comenzó a percibir esa succión abrasadora y, sorprendido, no logró sostenerse.

Ramón cayó al túnel. Sin gritar. Con gesto perplejo.

Todo resultó cuestión de segundos. Al mismo tiempo que el joven era aspirado, su hermana se lanzaba tras él para sostenerlo. El remolino se tragaba a sus dos hijos menores. Román y Fiorela se soltaron, es más, saltaron hacia abajo como zambulléndose para socorrerlos...

Desde fuera el búho oía gritos deformados, como pinceladas de sangre revolviendo la frescura de un óleo recién pintado. Poco a poco el gigantesco hoyo fue cerrándose. Más tarde, esperando abiertos como lamentándose, ocurrió lo mismo con los otros dos tornados de espíritu que seguramente conducían al Paraíso, o quién sabe dónde.

El búho voló espantado. Un huemul que hacía instantes llegaba, se alarmó por el estruendo causado al cerrarse los huecos y corrió sobre la nieve alejándose también de allí.

Sus huellas y los pequeños copos expelidos hacia atrás desde cada una de ellas, fueron los últimos testigos del suceso.

El paisaje era desolador. Un camino bordeado de jacarandás pelados, esqueletos de planta temblando de frío, llevaba a la casita. Que ahora era escombro sobre escombro; tablón y cable quemado; junto al lago azul y en un blanco desierto de nieve, noche y montañas.

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