Eran los chicos que se asomaban al precipicio intentando ayudar a sus padres.
Ramón mantenía a Rocío con fuerza de la campera y él mismo trataba de acercar su
brazo para sujetar a Fiorela.
—¡Atrás! ¡No se acerquen! —gritó la madre. Pero al parecer no se escuchaba con
claridad desde fuera.
Quién sabe lo que el joven Ramón oyó... Pero lo cierto es que pareció
desesperar. Se estiró más y más soltando a Rocío para no arriesgarla. En un
instante comenzó a percibir esa succión abrasadora y, sorprendido, no logró
sostenerse.
Ramón cayó al túnel. Sin gritar. Con gesto perplejo.
Todo resultó cuestión de segundos. Al mismo tiempo que el joven era aspirado, su
hermana se lanzaba tras él para sostenerlo. El remolino se tragaba a sus dos
hijos menores. Román y Fiorela se soltaron, es más, saltaron hacia abajo como
zambulléndose para socorrerlos... |
Desde fuera el búho oía gritos deformados, como pinceladas de sangre revolviendo
la frescura de un óleo recién pintado. Poco a poco el gigantesco hoyo fue
cerrándose. Más tarde, esperando abiertos como lamentándose, ocurrió lo mismo
con los otros dos tornados de espíritu que seguramente conducían al Paraíso, o
quién sabe dónde.
El búho voló espantado. Un huemul que hacía instantes llegaba, se alarmó por el
estruendo causado al cerrarse los huecos y corrió sobre la nieve alejándose
también de allí.
Sus huellas y los pequeños copos expelidos hacia atrás desde cada una de ellas,
fueron los últimos testigos del suceso.
El paisaje era desolador. Un camino bordeado de jacarandás pelados, esqueletos
de planta temblando de frío, llevaba a la casita. Que ahora era escombro sobre
escombro; tablón y cable quemado; junto al lago azul y en un blanco desierto de
nieve, noche y montañas.
Continuar
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