Sabía claramente que no había otra opción más que cruzar la cortina. “Tal vez
exista algún Purgatorio de argentinos, como el cuento aquel...” recordaba la
narración de un paisano medio entonao, medio del todo, en una peña de Quiriché
tiempo atrás, mientras daba el esperado paso.
Y quedó por fin dentro del Pulgatorio Principal.
Se trataba de una pradera inmensa. Repleta de pasto. Había otras personas
esparcidas por la llanura.
—¿Y qué tiene de malo esto? —le preguntó a uno que tenía cerca.
—¿De malo? Nada... Sólo las pulgas...
Román miró para abajo y notó que los pequeños bichitos saltaban por doquier. Es
más: ya le habían subido dos o tres y tenía la pantorrilla con varios rosarios
de granos colorados.
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Se rascó. Su compañero de pulgatorio estaba sentado, entregado al saltimbanqui
de las pulguitas. —Te acostumbras —lo alentó—. A mí sólo me quedan unos treinta
mil días y luego: Paraíso...
—¿Y cuánto llevas en el Pulgatorio? —Román ya pronunciaba bien el término
conociendo la verdadera etimología celestial.
—El doble de eso —respondió su nuevo amigo Johnny.
Aunque le picaba, y mucho, Román se sintió afortunado.
Y siguió rascándose y rascándose, por donde quiera que iba, durante diecinueve
mil noventa y nueve días.
Pero no vamos a contar toda esa historia, porque sería muy aburrida...
FIN |