Dejarse caer al infierno olía a rendición. Si acaso terminaran allí, no sería
sin antes luchar.
—Podemos intentar escalar —propuso Fiorela.
La idea no era tan alocada en realidad. Trepar a algunas montañas del planeta
como el Everest o el Aconcagua, requería seguramente más esfuerzo aún que el
necesario para salir de este hueco. Además, Román había incursionado en la
espeleología cuando joven y sabía bastante sobre cómo moverse en cuevas y
cavernas.
—Pero no tenemos con qué engancharnos a las paredes —se lamentó el hombre— y
están como cubiertas de moco en algunas partes.
—No importa. ¡Subamos! —alentó la mujer.
Treparon y treparon. Los dedos sangraban. Varias uñas habían sido ya arrancadas
sujetándose de lo insujetable. Ambos espíritus sudaban, o al menos eso parecía.
Cuanto más arriba salían, menos sensaciones de cansancio corporal los afectaban.
En lugar de sufrir cada vez más sed, ésta iba diluyéndose. El ardor muscular
acalambrante se suavizaba. Aunque difícil y resbalosa, la pared inmensa del
remolino era escalable. Y a medida que se alejaban del supuesto infierno, más y
más ganas de llegar afuera tenían. |
Habían pasado como dos o tres eternos días escalando. La succión caliente no
dejaba de sorberlos, pero ya conocían bien algunas mañas para evitar caer en
ella. Sólo era como otra fuerza de gravedad, que se sumaba a la tradicional o
mejor dicho, la reemplazaba.
—¡Mirá! —se alegró Román. Hacia arriba, aparecían las primeras luces externas.
Aunque tenues, se distinguían claramente por contraste con el entorno rojizo que
envolvía todo por allí.
Gatearon a rastras con más fuerza todavía. La cavidad resbalaba demasiado.
—Faltan diez o quince metros nada más. ¡Vamos carajo! —se impulsó el hombre. Era
increíble pero estaban emergiendo casi. Había sido la decisión correcta no
dejarse caer. Ellos no pertenecían a la horrorosa y profunda ciénaga de espanto
que los absorbía con complejo de gravedad.
—¡Papá! ¡Mamá! —sonó desde la superficie.
Continuar
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