Román avanzaba unos pies más abajo. En la cara traslúcida de su espíritu palpaba
el viento crepitante, cual si brotase a bocanadas del interior de aquellos
hornos donde la solidez del acero cede y fluye líquida y rojiza.
El hueco se angostaba y debían cuidar de no golpear contra la estrecha garganta.
De pronto, el remolino envolvente se veía como recinto de piedra. Un trecho
después, el encierro desapareció: entraron a una inmensa sala, que seguía y
seguía hasta donde se mirase.
“¡Splashhh, splashhh!” penetraron hacia dentro de una especie de laguna tibia.
El agua no dejaba respirar. Román nadó con fuerza para emerger. Cuando estuvo a
flote, desesperó porque Fiorela no aparecía. |
Inspiró una enorme bocanada de aquél hedor y volvió a sumergirse. Todo lucía
oscuro. La mujer no aparecía por ningún lado.
Continuó saliendo a tomar sorbos de aire y sumergiéndose, buceando a ciegas,
esperando al menos golpear el cuerpo de su esposa, una y otra vez, hasta que ya
casi desfallecía.
Con las últimas brazadas que soportaban los músculos de su espíritu, Román
consiguió flotar hasta la orilla y arrastrarse unos pocos codos hasta perder el
conocimiento.
Continuar
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