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DESPUÉS DE AQUELLA TARDE (pág. 120)

Lo recibió un ángel —con alas y todo— que tenía la túnica sucia y se veía algo cansado.

—¡Buen día, hombre! —saludó el ángel—. Bienvenido al Pulgatorio.

—¿No se dice Purgatorio, con ere? —preguntó Román, mientras notaba el hecho de que si ahí estaba el Purgatorio —o como se llame—, la otra puerta, la que él había elegido, era la que conducía al Paraíso...

—Con ele. Se dice con ele. No sé por qué todos se confunden —el ángel estaba algo quejoso, pero prosiguió con su recepción—: Éste es el Pulgatorio de limpieza. Aquí nos encargamos de mantener la higiene del Paraíso, juntar los residuos, limpiar los baños y esas cosas...

Román quería salir por donde había entrado, mas no deseaba faltarle el respeto al ángel. —¿Y cuánto tiempo hay que estar? —consultó.

—Eso depende de cada uno...

Claro, era lógico. Si la persona se había portado bastante mal, le corresponderían largos años como limpiabaño. Pero si, en el extremo opuesto, sólo tenía unas pocas macanas que saldar, posiblemente fueran sólo unos días. ¡Y qué eran unos días limpiando inodoros —o lo que usasen en el Paraíso—, comparados con toda la eternidad!

“¡Pero qué estoy pensando!” se auto reprimió nuestro amigo. —Adiós —pronunció más rápido que relator de radio, volvió a salir y entró por la puerta de la derecha.

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