“PULGATORIO PRINCIPAL” rezaba un cartel luminoso sobre dos grandes puertas
corredizas automáticas. Román intentó volver a salir, pero la puerta ahora
estaba trabada. Bien trabada.
Resignado, cabizbajo, ingresó a la sala de recepción. Había cola como de dos
cuadras, serpenteando reiteradas veces porque la habitación era amplia pero no
infinita.
Igual avanzaba rápido. En el techo de estrellas había ventiladores. Sonaba suave
un ritmo bastante alegre. “Purgatorio con música funcional” pensó Román, que aún
no se acostumbraba a decirlo con ele.
Cuando llegó al escritorio había varios ángeles atendiendo.
—Bienvenido —lo saludó una señorita de cabello largo y plateado que también
tenía alas en su espalda—. Su estadía es de cincuenta y dos años, tres meses y
quince días; un total de diecinueve mil noventa y nueve días a partir de que
cruce por esa puerta bordeaux —dijo esto e indicó una cortina, como telón de
escenario, pero del tamaño de una puerta.
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—¡Todo ese tiempo! —se alarmó Román.
—No es mucho, señor. Es bastante poco realmente.
—Pero... ¿qué hice para merecer esto?
La chica ángel presionó el botón de una especie de máquina registradora que
inmediatamente comenzó a escupir una larga tira de papel. —Sostenga por favor
—le alcanzó a Román un extremo del rollo y fue pasándoselo mientras salía. Al
final terminó enroscando como media bobina de papel higiénico.
—Que tenga una feliz estadía —pronunció la ángel—. Tendrá tiempo para leerlo
—deslizó una sonrisa benévolamente cómplice y sin que Román hiciese esfuerzo por
dar paso alguno, notó que una cinta transportadora —o algo por el estilo— lo
llevaba hasta la cortina.
Continuar
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